28/7/11

"Equivocando el camino".


Tendría dieciséis años más o menos cuando comencé a desprenderme de mi casa, de mi infancia.
Empecé a transitar un camino nuevo. Hora tras hora, día tras día iba llevándome por sitios desconocidos, pero fascinantes para mí. Los amaneceres me encontraban lleno de vida y ansioso por conocer los placeres del mundo, tratando de absorberlos todos de un solo trago, pero por suerte para mí seguridad física, sin poder lograrlo.
Los años pasaban y esos placeres buscados iban apareciendo, colmando por algunos períodos mi alma y mi corazón. Algunos se alejaban y retornaban con un vaivén cadencioso y sensual, otros con un pasar lento y sombrío. Golpe tras golpe fueron forjando mi ser, cambiando mi camino a cada paso. En cada tramo buscaba una curva en la cual doblar y perderme, hallar una vía más lenta y segura, pero sin embargo no podía hallarla. Noches de descontrol, seguidas de madrugadas de resaca, me iban llevando por un camino de cornisa en el cual ya no había norte ni sur, arriba o abajo. Empezaba ya a fatigarme y a sentir el paso del tiempo.
Un día, ya maduro, descubrí que todo lo andado había sido solo una noria, donde las vueltas eran dadas sin mirar en derredor y, por lo tanto, no dándome cuenta que siempre, después de un trecho, estaba el lugar de vuelta a casa, aquella dejada muchos años atrás, aquel día que decidí subirme al camino.
Tomé por aquel recodo que había reconocido como el camino de regreso. Pensaba en mis padres, mis amigos, parientes, amantes, todos aquellos a quienes podía recordar con un sentimiento de calidez y ternura.
Llegué a aquella puerta en la que tantas veces me había refugiado esperando que mi mamá o mi papá salieran a protejerme, sabiendo que siempre estaban allí para cuidarme.
Toqué el timbre con la emoción que me daba el poder volver a sentir el beso de mi madre, el abrazo de mi padre.
Esperé un tiempo largo pero nadie atendió a mi llamado. Un vacío profundo y desesperado se apoderó de mí, sin embargo, ya nada podría modificar esta realidad. Me resigné y me fui despacio, tratando de retener los momentos del pasado, los aromas, las cálidas sensaciones que alguna vez me hicieron sentir vivo.
Caminé un largo rato sin entender qué había pasado con mi vida sabiendo, sin embargo, que lo perdido ya no se podría recuperar.
Me di cuenta que aquél día que tomé la decisión de comenzar a andar sin una meta clara, sin yo darme cuenta,  había perdido el camino de regreso.

"Pibe".


Me senté a tomar algo en un bar de Saavedra. Estaba respirando en paz después de mucho, mucho tiempo.
Un pibe se me acercó y me pidió una moneda. Le di lo que tenía, casi nada. Me agradeció y me preguntó de donde venía, ya que nunca me había visto por allí. Le dije que mi infancia y parte de mi adolescencia habían transcurrido en ese barrio, pero un día todo cambió y las miserias se me hicieron carne.
Él me dijo que también tenía sus miserias, pero que pronto todo eso iba a cambiar porque un amigo le iba a presentar a un tipo que le iba a conseguir una “buena” que lo sacaría de toda esta malaria.
Lo invité a sentarse a mi mesa, le dije que quería contarle una historia. Me miró con cara de asombro pero aceptó.
Por la ventana del bar le señalé la plaza que estaba enfrente y le dije que ahí mismo había cambiado mi vida.
“... una tarde de agosto a fines de los setenta, con un amigo conocimos a un tal Eduardo, un tipo de unos treinta y cinco años con cara de haberlas vivido todas, cosa que para nosotros que para esa época andábamos por los quince años, era como ver a Dios.
El tipo nos contaba sobre sus aventuras con las minas, la noche, las tardes de burros en Palermo o San Isidro, la suerte que tenía en la vida ya que todos esos lujos los lograba con muy poco esfuerzo.
Nos intrigaba verlo casi todo el día paseando o tomando sol.
Durante un tiempo entablamos largas charlas y nos fue conociendo.
Un día Jorge, un compinche mío, le preguntó directamente cómo podía vivir tan bien si casi nunca trabajaba.
Al principio el tipo dudó si respondía o no la pregunta, pero después de unos segundos nos comentó: “... mi negocio es llevar paquetes durante la noche a ciertos lugares, sin preguntar qué ni a quién.”
Siguió diciendo que ya no daba abasto él solo y que necesitaba ayudantes. No éramos tan ingenuos como para no saber de qué se trataba, pero él insistía con que era muy fácil, que estaba bancado por un “Coronel” el cual lo sacaba de cualquier problema que pudiera surgir
Yo le dije que no me animaba, pero Jorge agarró viaje enseguida.
Pasado un tiempo poco se lo veía a Jorge por el barrio.
Del tipo ni noticias.
Un día apareció Jorge manejando un auto. Le preguntamos que de dónde lo había sacado, que si no tenía miedo de que la cana lo parase por ser menor. Nos dijo que todo estaba bien, que ahora el “Coronel” lo bancaba a él.
Ricardo, otro amigo de la barra, le preguntó que quién era el “Coronel” y Jorge comenzó a contarle.
A los pocos días Ricardo ya trabajaba para Jorge.
Un tiempo después varios compinches del barrio trabajaban para el “Coronel”.
Yo seguía teniendo mucho miedo, pero los demás me decían que estaba “todo bien”, que la plata y las minas que tenían era para no desaprovechar la volada, ya que la vida te da pocas oportunidades, por qué desperdiciarlas.
Dos semanas después también yo comencé a tener plata en los bolsillos gracias al “Coronel”.
El trabajo era demasiado fácil. Llevar un paquete allá, otro más acá.
Un día empezamos a probar lo que había dentro de los paquetes.
Al poco tiempo los paquetes empezaron a “perder” parte de su contenido. Al principio un poquito, después un poquito más.
Una noche el “Coronel” nos dijo que nos esperaba a todos en un depósito fuera de la ciudad, según él, porque había que hacer una entrega muy grande.
Cuando llegamos al lugar había  muchos coches estacionados en las inmediaciones. Esto nos hizo dudar, pero Jorge nos dijo que nos dejásemos de joder, que quién nos iba a tocar si el “Coronel” nos estaba bancando.
En el momento de entrar al depósito una jauría de policías se nos tiró encima. Detrás de ellos apareció el “Coronel”. Jorge y Ricardo quisieron escapar pero los acribillaron a balazos. Los otros cuatro que estabamos ahí nos quedamos estáticos, como muertos.
El “Coronel” se acercó y nos dijo que habíamos sido unos chicos “muy malos”, que por eso tendríamos que pagar, sin embargo, nos iba a salir más barato que a nuestros compañeros muertos.
Nos llevaron al Departamento de Policía.
Nos ficharon y nos acusaron de homicidio y tráfico de estupefacientes.
Nos sentenciaron a dieciocho años de cárcel.
Carlos se suicidó siete meses después.
Javier salió a los doce años de condena, por buena conducta.
Raúl murió hace dos años de SIDA, sin haber visto la calle desde aquella trágica noche.
Yo salí ayer, después de catorce años, tres meses y diecisiete días de estar encerrado en ese infierno.
Por eso, después de contarle la historia, le comenté: “...Pibe, cuidate de los que te quieren sacar fácil de la malaria, te lo dice un gil que un día creyó ver a Dios, en un tipo de treinta y pico de años.